viernes, 8 de marzo de 2013

Quiero comenzar este blog con una reflexión de Mies van der Rohe que, en mi opinión, se puede aplicar a muchas facetas de nuestra vida.


Discurso de ingreso como Director del Departamento de Arquitectura del Amour Institute of Technology [AIT] de Mies van der Rohe el 20 de noviembre de 1938 con ocasión del Testimonial Dinner en la Palmer House de Chicago.

La educación tendrá que dirigirse en primer lugar a los aspectos prácticos de la vida. Pero para poder hablar de verdadera educación, ésta ha de abarcar los aspectos personales y llegar hasta la formación de personas.

El primer objetivo ha de capacitar al individuo para afirmarse en la vida práctica, suministrándole los conocimientos y facultades necesarias para ello. El segundo objetivo está encaminado a formar la personalidad. Le ha de capacitar a utilizar correctamente los conocimientos y facultades adquiridos. Por lo tanto, la verdadera educación no sólo aspira a alcanzar unos determinados fines, sino a establecer también unos valores. A través de nuestros fines nos vinculamos a la estructura específica de nuestra época.

En cambio, los valores están arraigados en la vocación espiritual del hombre. Nuestros fines determinan el carácter de nuestra civilización, y nuestra escala de valores, la altura de nuestra cultura. Por mucho que los fines y los valores sean diferentes en su esencia y hayan surgido en terrenos distintos, no dejan de estar relacionados entre sí.

¿Con qué podría estar relacionada nuestra escala de valores, sino con nuestros fines? ¿Cómo adquieren sentido nuestros fines, sino a través de los valores?

La existencia humana sólo puede basarse en el conjunto formado por ambos. Mientras que uno asegura a los hombres su existencia vital, el otro posibilita su existencia intelectual. Si estos postulados son válidos para todas las actividades humanas, incluso para la exteriorización más silenciosa de una diferencia de valores, tanto más vinculantes son en el campo de la arquitectura.

La arquitectura, en sus formas más sencillas, tiene su origen en la utilidad, pero, a través de toda la escala de valores, se extiende hasta el campo de la existencia espiritual, el campo de los significados y la esfera del arte puro. La enseñanza de la arquitectura ha de responder a este estado de las cosas para alcanzar su neta. Se ha de adaptar a esta estructura. De hecho, no puede ser otra cosa que un constante desdoblamiento de todas estas relaciones y dependencias.

Paso a paso, ha de explicar aquello que es posible, aquello que es necesario y aquello que tiene sentido. Si enseñar tiene algún sentido, entonces es aquel de formar y comprometer. Ha de llevar desde la ausencia de compromiso de la opción al compromiso del conocimiento, ha de conducir desde el ámbito de la casualidad y la arbitrariedad hasta el campo de la clara regularidad de un orden espiritual. Por ello guiaremos a nuestros alumnos por el camino disciplinado desde los materiales, a través de los fines de la formalización. Queremos llevarlos hasta el sano mundo de las construcciones  primitivas, allí donde cualquier hachazo aún significaba algo y cualquier golpe de cincel era realmente una expresión.

¿Dónde se destaca con mayor claridad la estructura de una vivienda o un edificio, que en las construcciones de madera de la Antigüedad? ¿Dónde se destaca con mayor claridad la unidad de materiales, método de construcción y forma resultante? Aquí se esconde la sabiduría de muchas generaciones. ¡Qué sabiduría para emplear los materiales revelan estas construcciones y qué potencia expresiva poseen sus formas! ¡Qué calor irradian y cuán bellas son! Suenan como viejas canciones.

En las construcciones de piedra nos encontramos ante lo mismo. ¡Qué sensibilidad tan natural tienen! ¡Qué clara comprensión de los materiales, qué seguridad en su utilización, qué sensibilidad por aquello que se puede y debe hacer con piedra! ¿Dónde encontramos tanta riqueza estructural?

¿Dónde podríamos encontrar una fuerza más sana y una belleza más natural, que no aquí? ¡Con qué claridad tan evidente descansan las vigas del techo sobre estos antiguos muros de piedra y con qué sensibilidad se recorta un hueco en estos muros para colocar una puerta!

¿En qué otra parte deberían crecer los jóvenes arquitectos, si no en la atmósfera de este saludable mundo y en qué otra parte podrían aprender a obrar con inteligencia y sencillez, sino es a partir de estos maestros desconocidos? El ladrillo es otro maestro pedagógico. ¡Qué espiritual es el pequeño formato tan manejable y utilizable para cualquier finalidad! ¡Qué lógica muestra su manera de ensamblarse! ¡Qué vivacidad revela su juego de juntas! ¡Qué riqueza posee incluso el paño de pared más simple! ¡Pero qué disciplina exige este material! Así, cada material posee sus propias características, que hay que conocer para trabajar con él.

Todo esto también es válido para el acero y el hormigón. En realidad no esperamos nada de los materiales, sino únicamente de su empleo correcto. Tampoco los nuevos materiales nos aseguran una superioridad. Un material sólo vale lo que hagamos con él. Al igual que queremos conocer los materiales, debemos conocer la naturaleza de nuestros fines. Queremos analizarlos con claridad. Queremos saber cuál es su contenido. Queremos saber en qué se diferencia realmente una vivienda de otra. Queremos saber lo que se puede ser, lo que debe ser y lo que no puede ser.

Por lo tanto, queremos conocer su esencia. De esta manera analizaremos todos los fines que aparezcan y estudiaremos su carácter en el punto de partida de la formalización. Al igual que adquirimos un conocimiento de los materiales –al igual que queremos conocer la naturaleza de nuestros fines- también queremos aproximarnos a la situación espiritual en la que nos encontramos. Esa es una condición necesaria para obrar correctamente en el ámbito cultural. También aquí tenemos que saber qué sucede, pues dependemos de nuestra época.

Por ello debemos llegar a conocer las fuerzas fundamentales e impulsoras de nuestra época. Tenemos que emprender un análisis de su estructura, es decir, de los materiales y de los aspectos funcionales e intelectuales. Queremos poner en claro en qué coincide nuestra época con las anteriores y en qué se diferencia de ellas. Aquí se presentará a los estudiantes el problema de la técnica. Intentaremos plantear verdaderas preguntas. Preguntas sobre el valor y el significado de la técnica. Queremos mostrar, que no sólo nos promete poder y grandeza, sino que también encierra determinados peligros. Que para ella también es válido que lo positivo siempre va acompañado de algo negativo. Y que aquí el hombre tiene que acertar al tomar decisiones.

Pero toda decisión se orienta a un determinado orden. Por ello también queremos iluminar los órdenes posibles y aclarar sus principios. Queremos caracterizar al principio mecanicista de orden como una enfatización de las tendencias materiales y funcionales. Esto no satisface nuestro sentido por la función servidora de los medios y nuestro interés por la dignidad y el valor.

Sin embargo, el principio idealista de orden, debido a su enfatización de lo ideal y de lo formal, no está en condiciones de satisfacer ni nuestro interés por la verdad y la simplicidad, ni nuestro sentido práctico. Pondremos en claro el principio orgánico de orden como una determinación del sentido y la proporción de las partes y su relación con el todo. Y por esto nos decidimos. La larga trayectoria del material hasta la configuración, a través de los fines, sólo tiene un único objetivo: crear orden en la desesperante confusión de nuestros días.

Pero queremos un orden que otorgue a cada objeto su sitio. Y queremos dar a cada objeto aquello que le corresponde por su esencia.  Queremos hacer todo esto de una manera tan perfecta que el mundo de nuestras creaciones empiece a florecer desde su interior. No queremos nada más. Tampoco podemos hacer nada más.

Nada delimita mejor el objetivo y el sentido de nuestro trabajo que las profundas palabras de San Agustín: “¡La belleza es el resplandor de la verdad!”

1 comentario: